
Santiago Apóstol en lo alto de la Catedral Metropolitana.
El siguiente texto pertenece a Julio C. González y fue publicado por el
“Boletín de la Academia Chilena de la Historia” en su edición Nº 52 del
primer semestre de 1955, en el período en que esta noble institución se
hallaba bajo la dirección del destacado historiador nacional Jaime
Eyzaguirre. Por rescatar una parte importante de la historia de la ciudad de
Santiago de Chile y su vinculación con la tradición de Santiago el Mayor en
la Madre Patria, documentándose fundamentalmente en los archivos coloniales
del Cabildo de la ciudad, la reproducimos aquí enteramente.
La
rica y dinámica tradición del pueblo español, surgida allá en los lejanos
tiempos de las luchas entre moros y cristianos, perpetuó el símbolo heroico
y trascendente de la figura de Santiago el Mayor, el Apóstol de las Españas.
Desde Clavijo, su advocación creó una potencia de acción mística, cuya
semilla se esparció por la península madurando en el corazón de cuantos
necesitaron de su amparo. Pero su impulso fue aún mayor. La soldadesca, el
trotamundos y el misionero, que cruzó al otro lado de los mares en la
epopeya del Zebedeo, pudiéndose así afirmar que la gesta americana no fue
otra cosa que la misión santiaguista realizada más allá de los mares.
El
grito de “Santiago, y a ellos” resonó en América desde las tierras del
Anahuac hasta el dorado imperio de los hijos del Sol, y su nombre –Santiago
de Cuba, Santiago de los Caballeros de Guatemala, Santiago de Quito y
Santiago de Chile-, perpetuó la fe y el heroísmo de una aventura que se
prolongaba hacia las antípodas.
Su
presencia cabalgó igualmente acompañado a las huestes de Cortés, como a las
de Pizarro o de Valdivia; y la gratitud al singular Apóstol se reafirmó una
vez más, cuando a poco de fundar este último su primera ciudad “en nombre de
Dios y de su Bendita madre, y del Apóstol Santiago”, cayó sobre ella la
horda indígena, y su diestra espada no descansó hasta decir victoria del
pueblo de su advocación que invocaba su nombre.
No
habían pasado aún dos lustros, cuando el glorioso guerrero volvió a dar a
los conquistadores, a la recién fundada ciudad de Concepción, una nueva y
notable prueba de su auxilio, y la pluma del poeta de Arauco –fecunda al
cantar la valentía del aborigen y la caballerosidad del español-, grabó con
caracteres líricos la medicación del santo soldado:
“La tempestad cesó, y el raso cielo
Vistió el húmedo campo de alegría;
Cuando con el claro y presuroso vuelo
En una nube una mujer venía
Cubierta de un hermoso y límpido velo,
Con tanto resplandor, que al mediodía
La claridad del sol delante de ella
Es la que cerca del tiene una estrella.
Desterrando el temor la faz sagrada
A todos confortó con su venida:
Venía de un viejo cano acompañada,
Al parecer de grave y santa vida;
Con una blanda voz delicada
Les dice: ¿A dónde andáis, gente perdida?
Volved, volved al paso a nuestra tierra,
No vais a la Imperial a mover guerra.
Que Dios quiere ayudar a sus cristianos
Y darles sobre vos mando y potencia;
Pues ingratos, rebeldes inhumanos,
Así le habéis negado la obediencia:
Mirad, no váis allá, porque en sus manos
Pondrá Dios el cuchillo y la sentencia”.
(Alonso de Ercilla y Zúñiga, “La Araucana”)
Y
así muchas veces tan famoso defensor hizo tragar el polvo de la derrota a
quienes se atrevían a atacar a su pueblo protegido.

Este
homenaje, por su trascendencia, llegó a constituir el acto cívico de mayor
importancia en todos los reinos americanos. El Emperador Carlos V –en 1530-,
fijó su conmemoración en determinados días siguiendo la costumbre; así Lima
tuvo lugar en la Pascua de los Reyes; en Méjico el día de San Hipólito; en
Chile, por la ferviente devoción prodigada al patrono de España, el 25 de
julio, día del Apóstol Santiago.
En
los primeros años de la conquista, el reconocimiento del territorio, la
fundación de ciudades y la guerra con los indígenas, impidieron realizar el
juramento al soberano. Pero en 1556, reunido el Cabildo de Santiago en su
sala capitular, dijo: “que por cuanto esta ciudad es la primera que se fundó
y pobló en éste reino y es cabeza del, y su nombre es del Señor Santiago, es
justo que el día del Señor Santiago se regocijen por la fiesta de tal día, y
que para ello se nombre un Alférez; el cual nombraron que lo sea el capitán
Juan Jufré, vecino y regidor de esta dicha ciudad, para que sea tan Alférez
de esta dicha ciudad tanto que S. M. o el Gobernador de este reino provean y
manden otra cosa, e que dicho capitán Juan Jufré haga a su costa un
estandarte de seda, y que en él se borden las armas de esta cuidad y el
Apóstol Santiago encima de su caballo, e que desde hoy en adelante, durante
dicho tiempo, sea habido o tenido por tal Alférez de esta ciudad”.
Tal
como lo había oficiado la corporación, el viernes 24, víspera de la fiesta
de Santiago, se reunieron en casa del capitán Juan Jufré –que estaba en
frente a la plaza de armas- el muy magnífico señor Francisco de Villagra,
Corregidor y Justicia Mayor de la gobernación y provincias de la Nueva
Extremadura, los señores Francisco de Riberos y Pedro de Miranda. Alcaldes
ordinarios de la ciudad y el escribano público. Y tomando los señores
Alcaldes el estandarte, cuya confección se había encargado a Jufré, lo
asomaron por una ventana puesto en una lanza. Abajo, en la plaza, esperaban
a caballo el Alférez, a quien pasándole el estandarte le dijeron: “este
estandarte entregamos a vuestra merced, señor Alférez de esta ciudad de
Santiago del Nuevo Extremo, en nombre de Dios y de S. M. nuestro rey y señor
natural, y de esta ciudad y del Cabildo, justicia y regimiento de ella, para
que con él sirváis a S. M. todas las veces que se ofreciere”. A lo que el
capitán Jufré contestó recibiendo el estandarte: “que así lo recibía, e
prometía e prometió de lo así e cumplir”.
De
inmediato, todos los vecinos y autoridades que se hallaban presentes
iniciaron una procesión encabezada por el Corregidor, Alcaldes y demás
miembros del Cabildo. Acompañando se oyeron las vísperas, y una vez más
terminada la ceremonia, volvieron nuevamente a recorrer las principales
calles para regresar a casa del Alférez.
Con
el objeto de que continuasen año a año estas demostraciones de regocijo, se
acordó, más adelante, que en vísperas de las festividades se elegiría entre
los regidores al Alférez, quien debía sacar el Real Estandarte en las
fiestas del Apóstol y tenerlo a su cargo todo el año. En 1575, para darles
mayor colorido, se permitieron por primera vez en el Reino las corridas de
toro, pidiendo el Cabildo que los mismos vecinos cortasen el cierre de las
bocas-calles de la plaza, so pena de pagar diez pesos si no lo cumpliesen.
También se colocaron tablados frente a los edificios del Cabildo. Según la
crónica, fue ésta una celebración como pocas se vieron en el siglo. Ya hacia
1592 se agregaron otros juegos, como el juego de la caña, en los que
participaron los vecinos más prominentes de la ciudad.
Debido a que en los últimos veinte años del siglo XVI, por ausencia de los
regidores, no se había sacado el Pendón real o se había postergado la fiesta
para otros meses, el Cabildo en sesión del 1º de julio de 1580, al nombrar
Alférez Real a don Alonso de Córdoba, dispuso que los señores regidores no
saliesen de la ciudad hasta no celebrada la festividad, amenazando con la
consiguiente multa de dos mil pesos oro, de la cual se repartiría la mitad
para la cámara de S. M., y la otra parte, las obras de la cárcel. No
obstante, las previsiones tomadas por el Cabildo no fueron suficientes,
hasta que en 1590 se dispuso que la elección de Alférez se haría a comienzos
del año, tal como se hacía usualmente con la elección de los regidores,
anticipándose la repartición de cargos, a fin de evitar negativas que, como
había acontecido en otros años, le restaron al acto el debido brillo.
A
raíz del desastre de la Curalava y la muerte del Gobernador Oñez de Loyola,
el estado exhausto de las arcas reales indujo al monarca a vender algunos
títulos capitulares y entre ellos el de Alférez Real. En 1613 el Capitán don
Isidoro de Sotomayor presentó al Cabildo su título recién adquirido de
Alférez Mayor de la ciudad, jurando el cargo el 3 de febrero del mismo año.
Al saber esto la Audiencia, declaró nula la venta, lo que obligó a Sotomayor
a entablarle un pleito al Fiscal, que para mayor premura, trató de seguirlo
en la Corote, dirigiéndose a la metrópoli no antes de hacer la consiguiente
entrega de su cargo.
Cinco años pasaron hasta que el Rey instituyose oficialmente en el cargo,
para que fuese ejercido “en todos los casos y cosas a él ajenas y
concernientes y, tengáis voz y voto en cabildo, activo y pasivo”. Don
Francisco de Erazo que recibió el título por remate en 6.000 patacones de a
ocho reales que le hiciera el capitán Sotomayor, juró entonces ante la
corporación plena, “por Dios nuestro y por la señal de la cruz…, que hizo
con su mano derecha, tener en su poder, en guardia y custodia el dicho
estandarte y pendón real y de no entregar o dar a persona alguna si no fuera
a quien por su S. M. o por la Justicia, Cabildo y Regimiento desta ciudad en
su nombre le fuere mandado; e que usará bien y fiel y diligentemente el
dicho oficio y cargo de tal Alférez general desta ciudad en todas las cosas
y casos al dicho oficio anexas y concernientes y que convinieren al servicio
de S. M. y buen aumento desta república y ciudad en todas ocasiones que se
ofrecieron como tal Alférez debe y es obligado, e que así lo hiciere, Dios
nuestro Señor le ayude, e si no se lo demande”.

Estatua del Santiago Apóstol junto a la Plaza de Armas de Santiago,
inaugurada el año 2005.

Acercamiento... Por su aspecto y proporciones, popularmente esta figura del
peregrino Santiago Apóstol es apodada "El Hobbit" entre los santiaguinos.
Hemos visto hasta aquí cómo la celebración del Apóstol se había ido
lentamente confundiendo con el homenaje simbólico hacia la persona del
monarca, cuyo poder se representaba en nuestras tierras por el Real
Estandarte. Lógico era que la iglesia fuese el centro donde se desarrollaban
los principales actos y por esto tuviera el papel preponderante en el
esplendor de ellos. Pero no por eso el poder secular dejó de gozar de
especiales preeminencias en todo lo referente a sus presentaciones en
público, con lo que el poder espiritual se vio muchas veces expulsado de sus
dominios y algunos dignos prelados, parapetándose en sus fueros, trataron de
poner de manifiesto la dignidad de sus cargos y la posición de la Iglesia, a
fin de hacer frente a los continuos embates de la autoridad civil.
Los
primeros choques entre los dos poderes, se iniciaron cuando dentro de la
liturgia de la misa se estableció como costumbre que la paz debía ser dada
por el Subdiácono al Alférez, quien haciendo gala de su rango y ostentación
pública, se entronizaba en su dosel frente al sitial del Obispo. Al asumir
el cargo pastoral e Ilustrísimo Sr. Dr. Don Francisco de Salcedo, se
encontró con impropias reformas que se habían ido introduciendo de no ha
mucho tiempo, lo que por supuesto, vio con muy poca complacencia. De
inmediato, dispuso que la paz no debía darse al Alférez sino por el
sacristán y además con un porta paz; disposición que molestó visiblemente al
Cabildo, quien en resguardo de su decoro, prefirió esperar prudentemente la
ocasión propicia para restituir sus privilegios…
Y la
ocasión no tardó en llegar. Reunióse el Cabildo con mucha gresca para poner
punto final a la tenaz oposición del Obispo, y que acordó que: “aunque
diversas veces había señalado la ciudad diputados que fuesen a pedir al
dicho señor Obispo guardase dicha preeminencia a esta dicha ciudad, y el
Corregidor y Alcaldes ordinarios fueron ayer veinte y tres de este presente
mes a casa del dicho señor Obispo a pedirle lo propio y por ninguna manera
quiso venir en ello, sin embargo de que, además de las dichas diligencias,
se han hecho otras muchas, por cuya causa se le dio noticia de que por
evitar los inconvenientes que podían resultar, así llevando la causa por la
vía de fuerza a la Real Audiencia en la ocasión presente, como haciendo
otras diligencias a favor de esta ciudad, de que podían resultar muy grandes
escándalos, se trataba de pasar las fiestas y llevar dicho estandarte real
desta dicha ciudad a uno de los conventos della”.
Conocido el acuerdo por el Obispo, éste contestó que hicieren lo que mejor
les pareciera, pues él ya no habría de innovar en lo que estaba mandado; en
conformidad de lo cual, el Cabildo dispuso que por ahora la fiesta se
realizara en el convento grande de Nuestra Señora de las Mercedes, a donde
se llevaría el Estandarte hasta que el Rey y su Consejo de Indias proveyesen
lo que más conviniera al real servicio.
A
pesar de la división producida por los choques de los dos poderes, el
singular brillo de las festividades no decayó en nada. Los caballeros
siguieron revitalizando el derroche de los jaeces de sus cabalgaduras o en
los gastos invertidos en cera para la iluminación del templo y su retablo,
donde en mística unción, pasarían velando el preciado símbolo la noche de la
víspera. Por otra parte, el Cabildo, para no restarle tono, pidió también a
sus miembros que se quitaran los lutos, que muy a menudo cargaban como signo
de condolencia por la muerte de algún personaje de la realeza, y que
igualmente, contribuyeran al ornato de la ciudad colocando luminarias en los
solares más caracterizados. Además, don Francisco de Erazo, después de
servir escrupulosamente al cargo de Alférez durante cuarenta y cinco años, y
aquejado de una grave enfermedad, hizo entrega de su título a su hijo don
Domingo, regidor del Cabildo; y los destacados méritos de su padre, como del
alguno de sus antepasados –entre los cuales se encontraba el maestre de
campo don Antonio de Escobar, uno de los primeros conquistadores de los
reinos del Perú-, favorecieron para que la Real Audiencia fallara
favorablemente el despacho de dicho título, prestando el juramento
acostumbrado en 1683 después de haber pagado un subido derecho de medianata.
El
cambio de la concepción del estado que coincide con la subida al trono de la
dinastía francesa, inicia una serie de transformaciones en el alma española.
Ahora todo favorece a un robustecimiento del poder central en su esfuerzo
por absorberlo todo, lo que transforma la simbólica ceremonia en un homenaje
reverencial suplantando la tradición santiaguista.
La
llegada de las primeras calesas y su introducción en reemplazo de la antigua
modalidad ecuestre, hizo que muchos puntillosos personajes levantaran sus
voces escandalizados ante el uso de tan llamativos vehículos. Entre ellos,
el Obispo de Santiago don Luis Francisco Romero, considerando esta novedad
un desacato a las buenas costumbres, no titubeó en informar al Rey “que el
paseo del Estandarte se estaba haciendo con indecencia”, debido a que muchas
veces iban en una sola calesa el presidente, Alférez Real y demás miembros
de la comitiva.
De
inmediato el Monarca pidió un informe a la Audiencia, la cual reunida bajo
la presidencia del Gobernador don Juan Andrés de Ustariz y con asistencia
del Alférez don Antonio Jofré de Loayza, determinó rectificar la denuncia
del Obispo, redactando una información amplia refrendada por doce testigos
ilustres, y en la cual se detallaba la forma y esplendor que adquiriría cada
año aquella pública demostración de acatamiento; todavía más que para no
restarle lucimiento, la festividad había sido trasladada para la primera
quincena de octubre, fecha en que ya habían cesado las lluvias.
Las
continuas intromisiones del Cabildo, en pugna por sus preeminencias de silla
y cojín en el presbiterio catedralicio, terminaron por romper
definitivamente las tirantes relaciones que desde tiempo atrás existían
entre el poder civil y el eclesiástico. Como el Obispo estaba dispuesto a
resistir hasta las últimas consecuencias, quiso expresar su desagrado
excusándose en concurrir por diferentes pretextos al homenaje regio; el
Cabildo consideró esto como un grave desaire, y en represalia, resolvió a s
vez no asistir a la fiesta de devoción del prelado –San Justo y Pasto- en la
forma como lo había hecho hasta entonces.
Ante
la alarma levantada entre el vecindario de la capital del Reino, el Obispo
envió un memorial explicando los motivos por qué se oponía a que el Alférez
se sentase en el presbiterio, ya que según decía: “éste por sui nombre,
se cede a los presbíteros”. El Cabildo tampoco hizo esperar su
respuesta, y escudándose en las Leyes de Indias, argumentó que en cuanto al
lugar y acompañamiento que el Alférez debía tener en la iglesia, éstas
aconsejaban que se guardase la costumbre, y que “aunque esta Santa
Iglesia ha franqueado el presbiterio al pendón real, no ha sido por abuso o
corruptela de los derechos canónicos, sino por manifestación y lealtad
profesada a las armas reales”. A pesar de los ánimos de conciliación del
Cabildo, el Obispo no tomó así las cosas, y con más encono siguió avivando
el fuego que ya alcanzaba a buen sector de la opinión pública.
Afortunadamente, tres años después, una Real Cédula vino a calmar los
exaltados ánimos, disponiendo “que se continuara observando en la materia
lo que había sido costumbre”.
En
1783 volvió a repetirse la misma polémica, y esta vez fue en Concepción,
donde la costumbre de situar al Alférez en el presbiterio y al lado del
evangelio, desagradó al Obispo don Francisco José Marán, informando al
Cabildo de la ciudad que cambiaría el modo de celebrar de pontificial,
situado al Alférez aunque en el mismo presbiterio, pero sí en el lado de la
epístola y frente a su dosel. El Cabildo reunido con gran alboroto se
preparó para hacer frente a la insólita disposición del Obispo; el día 7 de
diciembre –víspera de la festividad-, se hizo como de costumbre el
tradicional paseo por las calles, aunque sin dejar traslucir lo que entre
manos se tenía preparado. Pero en vez de entrar la procesión a la Catedral
–donde el Obispo acompañado con todo el coro de canónigos esperaba revestido
para cantar vísperas- pasó de largo, y con gran sorpresa de todos, sólo
entraron al tiempo varios subalternos que, haciendo gala de destreza,
sacaron la cera que el Cabildo había costeado para la función, y además
lleváronse consigo al predicador que se había contratado para el sermón de
estilo. La ceremonia se efectuó en la iglesia de San Francisco, en la que
los frailes con el desaire del Obispo, parándose de antiguas deudas, y con
no disimulado júbilo, pusieron todo lo que su parte para el mejor lucimiento
de la fiesta.
El
Obispo considerando lo acontecido como un agravio a su persona y a la
iglesia, presentó su queja a la Audiencia; mas el tribunal sordo a sus
réplicas y queriendo sancionar la soberbia del eclesiástico, falló a favor
del Cabildo.

Altar de Santiago Apóstol al interior de la Catedral Metropolitana
A
mediados del siglo se introdujo otra novedad en cuanto al número de
asistente a dicha fiesta. Por bando público se obligó la concurrencia tanto
a los funcionarios públicos, como también a los más linajudos vecinos. Esto
incitó la vanidad de los señores y su afición al lujo no tuvo límites, ya
que muchos se presentaron en la procesión rodeados de una escolta de lacayos
cuyo número era equivalente a la dignidad o cargo que ocupaban. Los grandes
desembolsos hechos con este objeto en muy corto tiempo y las rivalidades
suscitadas a causa del desenfreno en la ostentación pública, obligaron al
gobernador Guill y Gonzaga a dictar una orden en 1764, proponiendo que el
paseo se hiciese en calesas y no a caballo como hasta ahora, porque
“siendo los vecinos unos hacendados honrados, que mantienen sus
obligaciones, casas y familias a fuerza de su decencia y lustre que
corresponde a su nacimiento y distinguidas obligaciones, por no parecer
menos que otros, unos se ausentan con anticipación a sus haciendas, otros se
disculpan por enfermos; y de ese modo se desluce la función que hace célebre
y plausible el concurso de toros. Y saliendo en coches y calesas, como no se
les aumenten los gastos, ninguno se excusará de concurrir a la celebración
del patrono, de donde resulta que no se puede servir de ejemplo la capital
de Lima en que no sale ningún vecino, ni se le precise a ello”. El
perjuicio de salpicar con el lodo de las calles los ricos vestidos, y el
hecho de que ir los señores en calesa y no a caballo, facilitaba a estos el
acceso a la iglesia, terminaron por dar fuerza a las ideas anteriormente
expuestas. Sin embargo, tres años después, Carlos III ordenó que se guardase
la costumbre de hacerlo a caballo, y el mismo Alférez don Diego Portales
Andía Irarrázabal apoyó lo indicado por el soberano, diciendo que el paseo
no se podría hacer en adelante en calesa, puesto que el estandarte tendría
que ir tendido, y que la fiesta al realizarse en los meses de noviembre o
diciembre, sólo serviría para molestar al vecindario que en esta época se
encontraba en sus haciendas ocupado en las labores agrícolas. Por lo demás,
si el tiempo no era favorable, se podría diferir a lo más tres o cuatro
días, en espera que éste mejorase para hacerlo siempre a caballo.
En
1785 el gobernador don Ambrosio Benavides, queriendo dar mayor realce a la
fiesta, exigió la asistencia de todos los cuerpos de Milicias, Cabildos y
vecinos. Cuando se estaba en lo mejor de su desarrollo, un fuerte temporal y
el peligro de la salida de un río, desbarató todo lo preparado, y como el
mal tiempo continuase, fue necesario suspenderla hasta el año venidero.
El
Cabildo minucioso en todos los protocolos y destaque de la autoridad, nos ha
dejado escrito un libro de ceremonial que incluye todos los acontecimientos
religiosos y civiles en que debía tomar parte durante el año. Muy
especialmente nos ofrece una visión de conjunto de tan predilecto regocijo
comentado, lo que permitirá obtener un cuadro completo de todo su desarrollo
en las postrimerías del siglo XVIII, y que por lo demás –debemos agregar- no
tenía mayor diferencia con otros similares realizados en otros reinos de la
América hispana.
El
día diez y seis de julio se empezaba la novena del Apóstol Santiago en la
iglesia Catedral. Las clásicas líneas del nuevo templo veíanse tapizadas de
ricas colgaduras, y una profusa iluminación costeada por el Cabildo realzaba
el brillo del altar santo. A estos actos, asistían pulcramente vestidos de
negro todos los miembros de la Audiencia, Cabildo, religiones y vecinos. Un
predicador “sujeto de calidad, literatura y buen virtudes del patrono,
exhortando sobre el significado que ellas tenían para la tradición, la
iglesia y la patria.
El
veintitrés, después de la novena, iba por la diputación el Alcalde de
segundo voto y el Regidor menos antiguo a convidar al Gobernador y señores
de la Audiencia, invitándose también al Obispo a la celebración de San
Francisco Solano, la que se haría en la mañana siguiente a la del Señor
Santiago.
La
víspera del día del Apóstol a las tres, se reunían en casa del Cabildo los
señores Alcaldes y Regidores, vistiendo calzón y casaca de terciopelo negro,
con chupa y vuelta de tezú y medias blancas. Una vez llegada la hora, el
Alcalde de primer voto decía: “Vamos a caballo”. Formados los
oficiales de guerra, nobleza, maceros y porteros, demás miembros del
Cabildo, colegios y Real Universidad, se dirigían a la casa del Corregidor y
después a la del Alférez Real, donde desde la mañana se encontraba el pendón
real.
Una
vez llegado el cortejo, el Alférez subía a caballo para que el Alguacil
mayor le pasase el estandarte que éste a su vez recibía de manos del
portero. Ya todos montados, continuábase a la Real Audiencia, desde donde
todas las jerarquías del Reino pasaban a palacio a invitar al M. I. S.
Presidente, quien se encontraba ya a caballo prevenido de antemano por el
Alcalde de segundo voto y por el regidor menos antiguo.
El
Presidente –a la izquierda del Alférez- y encabezando el desfile, iniciaba
el paseo por la calle del Rey y volviendo por la de Ahumada hasta la puerta
de la Catedral. Aquí se adelantaba el Alguacil mayor a recibir el estandarte
para que se bajase el Alférez, y devolviéndoselo, recibía los cordones y las
mangas que sostendría con otros regidores menos antiguos. Luego la procesión
entraba solemnemente en la iglesia encabezada por los maceros y porteros del
Cabildo.
Al
llegar al presbiterio, se retiraban los regidores a sus respectivos sitios
junto con los demás miembros del Cabildo. El Alférez seguido de los maceros
subía la grada e iba a colocar el emblema en una peana especialmente
dispuesta, retirándose a su dosel que, con sillón y cojín, ocupaba frente al
del Obispo en el lado de la Epístola. A su lado también se sentaban el
presidente, Oidor Decano y Regente de la Audiencia, colocándose los maceros
atrás de los sitiales, haciendo guardia al Alférez.

A la
salida se seguían los mismos protocolos ya descritos, teniendo que irse a
dejar al presidente, a los oidores y al Alférez, en cuya casa se colocaban
el estandarte en un estrado especialmente construido y en el cual
permanecían los guardias velando toda la noche junto al Alférez. Este antes
de despedirse del Cabildo, les acompañaba hasta su sede, y como una muestra
de cortesía iba a dejar al Corregidor a su casa.
El
día veinticinco, a media mañana, se repetía lo mismo del día anterior hasta
llegar a la iglesia. Después de terminada la procesión por las naves del
templo llevándose el estandarte y las andas del señor Santiago, se iniciaba
la misa. En el momento de terminar la Epístola, subían al altar el Oidor
Decano y el Alguacil Mayor, quienes tomando el pendón lo entregaban al
Alférez, el que a su vez lo pasaba al diácono para tenderlo bajo el misal en
el momento de cantarse el evangelio. Concluido este paso de la misa, se
incensaba al Alférez y se bajaba el misal para que el Presidente –o en su
defecto el Regente de la Audiencia- le dieran el ósculo de la paz. Concluida
la incensación del altar y de la oblata, el Alférez tomaba nuevamente del
estandarte, reteniéndolo en sus manos hasta el momento de alzar, para
batirlo después cuando el oficiante decía: “Per impsum”. Concluida la misa,
todos se retiraban del templo como de costumbre.
En
la tarde del día 24, 25 y 26, se celebraban juegos populares auspiciados por
el Cabildo, entre los cuales se contaban los fuegos de artificios, juegos de
alcancía, cañas, hachazos y sortijas. Las tradiciones corridas de toros que
desde el siglo XVI se venían realizando en la plaza de armas, con la
construcción de la nueva Catedral y demás edificios públicos fueron
trasladadas en 1793 a una plaza habilitada en el promedio de la Alameda, la
que corría a cargo de un empresario que pagaba al Cabildo una contribución
de cien pesos por cada corrida a beneficio del mismo paseo y las obras del
puente de Cal y Canto.
El
Presidente, Audiencia y Cabildo ocupaban un vistoso palco adornado con
colgaduras y guías de arrayanes. Una vez llegadas las autoridades, el
Corregidor enviaba la llave del toril al Presidente, quien devolviéndola de
inmediato daba por iniciada la faena. Era costumbre lidiar toros de a
caballo y de a pie, los que una vez muertos, sacaban de la arena por cuatro
mulas que lucían mansamente los colores reales.
Al
día siguiente, se corrían las llamadas corridas de cabezas; algunas de
triste memoria, ya que por mucho tiempo se recordaría lo sucedido en 1733,
cuando el orgulloso gobernador don Gabriel Cano de Aponte, cabalgando en
brioso corcel junto a otros vecinos, se empeñó en que el bruto colocase las
manos sobre la pared. A pesar de que todos trataron de apartarse de tan
peligrosa evolución, su capricho hizo vanos los esfuerzos, y punzando al
animal fuertemente con las espuelas le obligó a pararse, pero con tan mala
suerte, que cayó de espaldas cogiendo al jinete debajo de la silla. A los
pocos días moría el gobernador a causa del fuerte golpe recibido.
El
movimiento emancipador puso fin a esta tradición. En Chile el último paseo
del Estandarte se efectuó el 24 de julio de 1816, bajo el gobierno de Marcó
del Pont, aunque no con el júbilo de antaño, sino con la intención de que
infeliz pueblo, en medio de las lágrimas y el odio a que había precipitado
el gobierno despótico de la restauración monárquica, “manifestase alegría
y bendijera el estado de felicidad a que lo había restituido la generosa
mano de sus jefes”, no pena de ir a parar al presidio de Juan Fernández.
Momentáneamente se olvidó que el Apóstol Santiago fue una buena parte de la
integración de nuestra nacionalidad, y cuando ya Chile marchaba con pasos
seguros en su evolución republicana, el Arzobispo de Santiago don Rafael
Valentín Valdivieso se propuso reestablecer el culto del patrono,
solicitando el 25 de junio de 1845, que la Municipalidad colocase entre sus
fiestas de tabla la del santo. El 27 del mismo mes se realizó con toda pompa
una procesión acompañada de los poderes oficiales y batallones cívicos, en
medio de grandes salvas. No obstante, este brillo muy pronto se apagó, y
aunque se ha querido reestablecerla en estos últimos años, no ha sido
posible hacerlo, reduciéndose actualmente todo lo de ese día a un sencillo
pontificial realizado en la Catedral metropolitana.
Muy interesante,gracias por compartirlo
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